martes, 28 de octubre de 2008
Infancia
El locutor narraba los recuerdos de mañanas de lluvia yendo a la escuela, de calcetines empapados dentro de zapatos de colegial de gruesas suelas de goma; de pantalones cortos y de saltos en los charcos... Y finalizaba evocando con cierta nostalgia las alegrías intensas y cotidianas de la niñez.
El dial ha seguido saltando de cadena en cadena, pero en mi cabeza ya había creado felices imágenes de esa misma calle, que yo ahora pacientemente recorría dentro de mi coche, y en las que niños y niñas, yo misma, trotaban despreocupados, pisando charcos y riendo de... quién sabe qué.
Y el recuerdo inventando me ha dibujado una sonrisa en el rostro, una sonrisa de niña, sin nostalgia, auténtica; la sonrisa de la niña que yo fui y que se parecía a la sonrisa intensa, rotunda de mi hija pequeña.
En realidad, aquellos niños que corríamos sin peligro calle a través, sin miedo a los coches -que eran pocos... y también infantiles- nos sentíamos libres y felices. Fijándome bien en los rostros de los alegres muchachos, reconocí a mis hijos. Yo era ellos, ellos eran yo.
Ha sido un recuerdo inventado muy breve. Lo justo para caer en la cuenta de que se me olvida a veces que la infancia es la época de nuestra vida en la que debemos ser niños; en la que nuestras preocupaciones deben ser cumplir con nuestras obligaciones de hijos, de escolares; en la que cada día se escribe en papel de doble raya y con lápiz y goma milán; la época de rodillas magulladas, de coderas en el jersey y de carreras para todo; la época de pasillos con olor a colegio y de recreos llenos de arena.
Y me he dado cuenta de que nada tiene que ver la infancia con tener todo lo que se desea; con salir todos los sábados a comer fuera; con coleccionar películas, juguetes, consolas...
¿Cuántas cosas podrán descubrir con sorpresa los niños, si les saciamos hasta hartarse de todo?
No quiero olvidar esas imágenes limpias y ligeras, para regalarle a mis hijos una infancia sin lastres. Los lastres ocupan mucho espacio y pesan demasiado: no les dejarían correr, volar.
sábado, 18 de octubre de 2008
Sin límites
Y he terminado recordando la historia de un padre y un hijo, una historia que me llegó un buen día al correo electrónico y que me sigue emocionando cada vez que la visito.
De esa historia se hizo un video y esta noche, rebuscando en YouTube, he encontrado una versión del mismo que incluye una entrevista previa a sus protagonistas.
En esta entrevista, he descubierto un matiz importante de la historia, que hasta hoy era para mí la historia de un hombre aferrado a sus valores. Un matiz que tiene que ver con la capacidad de empatizar con los demás, de sentirse cercano a las demás personas; algo muy relacionado con la humildad de saberse uno más y, no por ello, renunciar a hacer de la propia vida una contribución a los demás...
En fin, no quiero contarles esta noche nada. Sólo dejar en mi blog este video porque necesito que esté aquí, no olvidarlo, tenerlo muy presente. Y quizá, además, a alguno de mis queridos lectores le pueda dar algo.
http://www.youtube.com/watch?v=zbXwlgjZ1oY
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viernes, 17 de octubre de 2008
Las tres edades
El otro día compré el cuadro que ilustra este post. La obra, firmada por Gustav Klimt, se titula "Las tres edades". Yo compré una impresión en lienzo del original, claro. Pero supongo la aclaración innecesaria, ya se habrán figurado ustedes que una no es la Baronesa.
He colgado el cuadro en mi dormitorio y cada vez estoy más contenta de haber escuchado a mi impulso.
Cuando entro en mi habitación, me quedo observando el rostro de la mujer. Blanco, delicado, sereno, descansando suavemente sobre y junto a su hijo. Y él me parece tibio, dulce, blando, tierno.
La obra de Klimt ha traido paz y equilibrio a mi dormitorio. Lo ha llenado de emociones humanas, de tibieza, de serenidad, de calidez.
Me doy cuenta de que el cuadro me gusta porque refleja mis valores: en la unión perfecta entre la madre y el hijo puedo encontrar el vínculo que más me fascina: la familia; en el sueño pacífico de ambos descubro la bondad, el equilibrio y la verdad, la transparencia de la coherencia entre lo que creo y defiendo y lo que hago; en los cuerpos unidos, en la mano del niño que descansa sobre el pecho de su madre, puedo ver la confianza, la necesidad de estar para el otro.
Realmente estoy enamorada del cuadro. El título de la obra, "Las tres edades", seguro que está dedicado a mí. Mi primera edad está asociada a la dependencia física y emocional con mis padres; mi segunda edad es la que comprende mi relación con mi exmarido; ahora he entrado en la tercera edad.
Soy esa tercera edad en la que estoy descubriendo a la verdadera Isabel. Y me doy cuenta de que me he caido y me he levantado muchas veces. Y me doy cuenta de que estoy aprendiendo a levantarme. Y me doy cuenta de que puedo resolver mis problemas. Y me doy cuenta de que puedo llegar muy lejos porque el éxito depende de mí. Y me doy cuenta de que soy el activo más importante de mi vida.
Y me doy cuenta de que necesito afecto a mi alrededor, necesito bondad, necesito equilibrio, necesito coherencia, necesito salir de mi Yo para llegar al Otro.
jueves, 9 de octubre de 2008
¡Viva el interiorismo!
Estoy investigando desde otros campos, desde otros puntos de vista sobre la realidad y estoy llegando a un tema que me está interesando mucho. La teoría que me está convenciendo de que podemos cambiar, incluso aquellos hábitos bien interiorizados en nuestra vida, tiene que ver con la forma en la que diseñamos nuestra propia estrategia acerca de lo que es para nosotros la realidad.
Voy a intentar entenderla con ayuda de mis lectores. Imaginemos que usted quiere dejar de fumar, comer menos, hacer más deporte, tener mejores resultados en su trabajo... Quizá lo haya intentado unas cuantas veces... sin éxito. "¿Por qué", se preguntará, "si estoy plenamente convencido de que si no fumo (adelgazo, entreno, soy más productivo...) seré más feliz?".
Bien, pues porque estamos hablando, no sólo de acciones, sino de creencias. Es decir, de todos los "no puedo", "soy/no soy", "debo"... Y las creencias suelen estar tan fuertemente arraigadas en nuestro interior que se convierten para nosotros en la realidad. Es decir, al final, no creemos en lo que vemos... sino que "vemos" sólo lo que creemos.
Es tremendamente curioso.
Y lo cierto es que aprendiendo y descubriendo cómo fue que una determinada creencia limitadora se instaló en nuestro "hardware", seremos capaces de "desinstalarla" y recuperar el sistema que más nos convenga a nuestros intereses. En libertad y en consciencia.
¿No es maravilloso?
Yo sigo investigando.
Tengo el interior luminoso, reformado y en plena ebullición.
¡Viva el interiorismo!