martes, 9 de diciembre de 2008

Mi interior tiene un sótano

Mis queridos lectores... La mayoría de nosotros, en nuestro afán por vernos arropados por los demás, hemos desarrollado una inconsciente capacidad comercial de nosotros mismos. Casi en cada ocasión en que nos presentamos ante los demás, estamos procurándonos una imagen que muestre y demuestre nuestro mejor yo.
No se trata de una burda estrategia. Ni mucho menos. Es, más bien, una sutil maniobra para ser aceptado. Rara vez nos comportamos fuera de casa como lo hacemos en ella: nuestra apariencia física, nuestros movimientos... Si en la intimidad relajamos la disposición a los demás, en público se despiertan las alertas que nos indican si la mirada del otro es aprobatoria o no, si sus palabras nos ignoran o no, si el grupo nos acepta o no... Y, sobre ello, tendemos a elaborar nuestra actuación.
Por ello, no suele ser una percepción muy realista la que tenemos de nuestro interlocutor en muchas ocasiones, máxime si se trata de una relación poco profunda, técnica o puntual. En estos casos, vemos parte de la historia.
Quizá mi anterior post es, en realidad, sólo parte de la historia. Y, por ello, si alguno de ustedes sintió cierta envidia... No lo haga. Relájese porque, en efecto, es sólo una pequeña porción de mi realidad.
No quisiera ventilar miserias en este mi interior, ahora que está tan colorido, aireado y luminoso pero, como ilustración de todo lo anterior, permítanme la licencia de presentarles el sótano de este acogedor lugar.
En un rincón húmedo y oscuro, se encuentra el cajón de mi frustración. Es un cajón bastante voluminoso. Yo diría que, aunque voy desprendiéndome de su contenido, no tiene aspecto de vaciarse nunca.
En la caja, forrada de un descolorido papel de regalo, hay entre otras cosas, un archivador lleno de planes sin fecha; hay también una bolsa de tela, algo apolillada, llena de horas y días que nunca tuve; hay, además, unas cuantas monedas y una pequeña agenda llena de razones y sinrazón, son las que no pude utilizar porque un hombre que en su día fue todo generosidad, ahora las guardó y las envolvió en mil y una excusas; casi en el fondo del cajón, hay una enorme bola de pasta de modelar esperando unas manos que hagan de ella una escultura con sentido, pero, aunque se aprecia cierto trabajo y los rasgos aún toscos de dos figurillas humanas, la pasta se va secando y, cuando intento darle forma, algo hace que vuelva a perderla, mientras crece y crece su tamaño; hay también una goma elástica que, en lugar de abrazar qué se yo qué papeles o artículos y mantenerlos unidos, está completamente tensa, como si quisiera alcanzar primero un extremo y, a la vez, el lado opuesto del cajón.
Como ven, el cajón es un extraño lugar muy poco apacible. No suelo abrirlo mucho, acaso para meter en él algún nuevo objeto que decido eliminar de mi interior, tan luminoso y reformado.
Así que, amables lectores, no envidien mucho a esta madre que escribe porque, aunque el sol siempre sale cada mañana para inundar de luz y calidez mi interior, hay noches en que el frío y el viento se cuelan por las rendijas y se pasean por toda la casa, bajando y subiendo del sótano a placer.
Y yo termino por quedarme dormida, acurrucada en mi cama, y susurrándole al viento "fuiste la fresca brisa que yo buscaba y te rompiste en mil ráfagas de viento frío y caprichoso. Ahora eres una vulgar corriente que, sintiéndose fuerte y libre, no me deja descansar en paz. Vete, vete y llévate contigo el olor a humedad y a moho. Y, cuando vengas, hazlo sabiendo que los niños, después de todo, -porque han ido 'después de' y no antes de todo para tí-, necesitan respirar el aire fresco y los olores que tú transportas. Pero no vengas para revolver este interior, dándote esos aires... aires llenos de polvo y de mediocridad".
Así que cierro el sótano y les ruego a ustedes que me permitan en adelante dejar el sótano cerrado. Y ahora, recorran de nuevo su casa y decidan bien qué cosas quedarán encerradas en sus sótanos y cuáles rescatan y destacan para disfrutar de ellas.
Así es, una vez más. Cada uno de nosotros tiene un sótano y el mundo está lleno de sótanos. Por suerte, no solemos vivir en él sino que acumulamos en él los trastos y los recuerdos más viejos y ajados. Y, un buen día, lo tiramos todo y el sótano pasa a ser... ¡qué sé yo! El recordatorio de lo mucho que tendemos a acumular un pasado inservible.

No hay comentarios: